Chávez paró el reloj

Chavez

Se diría que Hugo Chávez llegó al poder casi por destino y se ha marchado a pesar de él. En su primer discurso como Presidente ante la Asamblea Nacional aclaró que él y su proyecto no eran la causa, sino la consecuencia de una larga crisis anterior (“yo no soy causa, soy consecuencia”, Discurso de investidura, 2 de febrero de 1999), algo que repetiría con frecuencia a lo largo de sus casi 14 años de mandato. Cuando Chávez tomó posesión de su cargo por primera vez en 1999, Venezuela era un país profundamente desigual, con una pobreza lacerante, corrupto y dividido del que efectivamente solo podían esperarse consecuencias.

Hasta ese momento Venezuela se había acostumbrado (o forzado) a vivir durante décadas en la alternancia política que estableció el llamado pacto de Punto Fijo, por el que los principales partidos del país (excluido el Partido Comunista) se repartirían el poder y el gobierno con independencia de quien obtuviera la mayoría. Entonces llegó Chávez para cambiarlo todo, detener el reloj del tiempo y poner a cero el calendario porque él había sido traído, según recordaba, por una corriente originada en la crisis moral, la crisis económica y la crisis social de Venezuela. Esa crisis desembocó en el socialismo, patria o muerte que condujo al comandante a cambiar el nombre del país para sincronizar el reloj de la Historia con el tiempo de su revolución: República Bolivariana de Venezuela, año 0.

Así, Hugo Chávez entró en el Palacio de Miraflores con la certeza de que su revolución era inevitable (como también creyó inevitable el fallido golpe de estado que lideró años antes) y se va con la seguridad de que no hay nada seguro después de él. El ex-presidente venezolano supo saciar el hambre de carisma* de muchos venezolanos, pero hay algo que no puede obviarse: Chávez volvió tópica hasta el extremo la discusión política al reducir la complejidad de la sociedad a la simpleza del conmigo o contra mí. Renunciaba así a la virtud aristotélica del término medio, pero a cambio ofreció a un sector de la izquierda occidental un nuevo sueño de revolución y ¿cómo negarse a sacar del armario la vieja gorra roja para marchar en motocicleta a hacer la revolución?

Sería injusto no reconocer en esa peligrosa utopía un viejo deseo de justicia e igualdad, pero sería igualmente injusto juzgarla solo por las promesas que pareció traer y no por lo que en verdad trajo. Es cierto como ha dicho Moisés Naím que Chávez puso la pobreza en el centro del debate y, entre el abanico de políticas posibles para enfrentarla, eligió el mesianismo. La creación de las Misiones, gestionadas desde la oficina del Presidente y financiadas directamente con el dinero del petróleo, ha sido la iniciativa más relevante en la política social del chavismo [para un análisis más detallado de las Misiones y una comparación con el caso de Brasil escribí este trabajo]. Cabría preguntarse qué hubiera sido de Chávez y de su política social sin los precios desorbitados del crudo, pero no es el momento de la ciencia ficción.

El mundo sin Chávez será un mundo más aburrido, pero también un mundo más predecible en el que el futuro de Venezuela no dependerá de una revolución perpetua, sino de una normalidad que a estas alturas parece ya revolucionaria. Venezuela necesita un respiro si no quiere morir de excitación. Y, sin embargo, la mayoría de los latinoamericanos han desarrollado una habilidad especial para vivir en un estado continuo de agitación política e hipertensión social y, a pesar de todo, levantarse al día siguiente. Quizá sea una señal de la inteligencia de primer orden de la que hablaba Scott Fitzgerald, es decir, la capacidad de tener dos ideas opuestas al mismo tiempo y, a pesar de ello, ser capaz de seguir funcionando. El chavismo supuso para muchos (no solo en Venezuela) una idea atractiva y repulsiva al mismo tiempo, lo que conducía a una disonancia cognitiva sin fácil solución.

Hugo Chávez encarnó como pocos las contradicciones de la política y acabó siendo víctima de su propia retórica y de su manera personalísima de entender la democracia. En esta forma de hacer y entender la política reside la ambivalencia moral que ha llevado a cierta izquierda a adorar en él lo que detestaba en tantos otros: la verborrea militarista, el caudillismo, el patriotismo exacerbado y esa retórica mesiánica y redentora del líder elegido. Esa adoración se basó de nuevo en una pretendida superioridad moral que ha condenado a la izquierda condescendiente a un buenismo tan típico de la gauche divine por el que pareciera que solo las intenciones cuentan, y así no hay quien haga la revolución.

Cuando asumió el cargo, Chávez recibió un país en el que 10% de la población más rica controlaba el 36% la renta total del país. En breve, un país difícil de gobernar. Prometió luchar contra la oligarquía y acabar con la pobreza en 2021, pero floreció la boliburguesía y deja un país más dividido y violento y una economía más vulnerable. El comandante llegó como consecuencia y se marcha como causa de un futuro incierto.

Al ligar el destino de Venezuela a su destino, Chávez paró el reloj y se lo jugó todo a una carta. La razón principal de su partida ha sido el cáncer. Las teorías conspiratorias hoy suscitan lástima y pocos dudan ya de que a Chávez solo se lo ha llevado su condición de mortal. Esto es, los hombres mueren. Entregarse a la inmortalidad, como él quiso hacer con su revolución, era condenarse a la mortalidad más absoluta, pues no hay nada más poderoso para desvanecer esa sensación de perpetuidad como la muerte y su día después. Colas inmensas llorando a un hombre y la certeza de que todo ha de continuar. El tumulto y la incertidumbre en su muerte demuestran que al gigante con labia de plomo lo sostenían unos pies de barro. Que la tierra, a pesar de todo, le sea leve.

* Zúquete, J. P. (2008), The Missionary Politics of Hugo Chávez, Latin American Politics and Society, Vol. 50, No. 1 (Spring, 2008), pp. 91-121.

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